Dejándome llevar. La iglesia de todas las batallas.
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Almazara en Mora |
Tal vez sea porque me esté dejando llevar por la proximidad
de la meta o que el terreno sea conocido, aunque nunca haya estado aquí, y esté
dejando que mis piernas me guíen. El caso es que me faltan señales por todas
partes, me he perdido varias veces y, aunque no he tenido que volver atrás, he
deambulado despistado con el suelo arcilloso pegado a las zapatillas. En un
momento en que me veo metido en un huerto, al borde de un terraplén, imposible
que este sea el buen camino, decido seguir por la carretera y camino más de
cinco kilómetros por un arcén siguiendo las indicaciones del tráfico. Cuando
estoy llegando a Mora comienza a llover.
He dormido mal y también he desayunado mal. Llevo dos días
sin comer fruta y tampoco he hablado casi con nadie. Ayer pensé que ya tenía
ganas de llegar. Supongo que este es otro momento de crisis. Si tuviera que
seguir andando tendría que cambiar algunas cosas que no sé cuáles son.
La entrada a Mora se hace oliendo a aceitunas machacadas a
aceite primario. Toda la población huele así. Mora es como una capital de
provincia pequeña. No da sensación de pueblo. Tiene buenos bares y
restaurantes. Tiene cosas bonitas pero no es bonito.
El hostal El Toledano (15 euros) es un modelo de negocio oportuno.
El dueño sabe que hay un flujo de peregrinos constante y ha habilitado un
espacio modesto para ellos. Es un piso, con habitaciones de dudosa limpieza y
el baño, sin embargo, impoluto. El dueño es enrollado, te regala agua y fruta y
te trata con desparpajo dejando que gestiones tú la estancia. Me comenta que
está viniendo gente desde enero, que la progresión del número de peregrinos es
geométrica y que en dos años este camino estará repleto. Yo también lo creo.
No estoy sobrado de fuerzas para la etapa de mañana de
cuarenta kilómetros. Aunque ayer y hoy lo que noto es que estoy un poco
aburrido.
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