jueves, 22 de junio de 2017

1. Valencia Algemesí

Valencia Algemesí 24 de abril de 2017 40 kms.

Cerrar la puerta. Por polígonos industriales. Una austriaca en el albergue. Mi tendón de Aquiles.

Estaría bueno tener que abandonar el primer día. Mi tendón de Aquiles tiene un color morado casi negro feísimo y me duele muchísimo. No me lo esperaba.

Esta mañana estaba despierto antes de que sonara el despertador; ni despierto ni dormido, pensando una y otra vez en el equipaje, en los horarios, los albergues. Había leído que los caminantes deben estar caminando, como mucho, a las siete y media y, en las jornadas largas, antes. Me había propuesto salir a las ocho. Retuve durante un rato mi deseo de levantarme y acabar con esa deriva agotadora de mis pensamientos pero acabe levantándome antes de que sonara el despertador y antes de las siete y media ya estaba listo.

Cuando fui a cargar la mochila me pareció muy pesada, a pesar de que ayer me parecía razonable su peso, y me resultó complicado ordenar los complementos: la mochila de delante con la comida, la cintura con documentación y dinero, el agua, la gorra por si…, los guantes por si…, las gafas por si… Al final me la puse en la espalda pensando que durante el viaje se iría acoplando todo.

Al otro lado del umbral de la puerta me quede mirando al interior de la casa. Sabía que todo estaba en orden, las luces apagadas, lo grifos cerrados, pero volví a entrar. Por fin salí y cerré suavemente. Miré las llaves en mi mano ¿Y qué hago con esto ahora? Las colgué en la trabilla del pantalón, como si fuera a volver, como cada día, después de desayunar.

Cuando había cruzado dos calles ya me sentía un desconocido, uno que va por la ciudad con una mochila y que puede ser un viajero que llega o un excursionista que va a tomar un tren para alejarse de la ciudad. Me parecía injusto que nadie supiera que iba a caminar quinientos kilómetros, ni siquiera que, ese día, iba a caminar cuarenta.

Por la calle de San Vicente, en el tramo más céntrico, vi pintadas en el suelo las flechas que ya no me iban a abandonar en todo el camino. Creí que las flechas amarillas que había visto en las guías, serían señales para los cruces de caminos en el campo. Siguiéndolas llegué a barrios por los que nunca había pasado, salí del término de Valencia y, cuando llegue a Alfafar, había conseguido algo que debía estar instalado en mi cabeza, esperando a que se cumpliera: Sentir que al caminar estaba viajando, que no tenía que volver al origen, solo seguir y seguir. Me recreé en mis pensamientos, sentado en la plaza, comiendo una manzana que saqué de mi bolsa marsupial y dejándome ver como si fuera alguien especial, un ser extraordinario.


Luego crucé otros pueblos y atravesé polígonos industriales, ruinas y vertederos. Formalmente feos, pero que mi curiosidad y mi excitación consideraban necesarios para comprender que estaba recorriendo un territorio y que al hacerlo andando me desprendía de la visión fantasmal que es
recorrerlo por las autopistas impolutas o los trenes que te ofrecen visiones fugaces. En mi cabeza se amontonaban razones sociales y políticas para la fealdad, la suciedad y el desorden; aunque pronto me agoté sin conseguir nada más que asquearme de la ignorancia y la indiferencia. Ya me apetecía algo bello y horizontes amplios.

En un blog que hablaba de este camino había leído que algunos caminantes se saltan este tramo y comienzan el recorrido en Silla pero yo estaba contento de estarlo haciendo. Tal vez si repito me lo salte pero se me hace impensable el camino sin este tramo.

En Silla comí, cuando ya tenía a la vista los caminos rurales que te acercan a la Albufera; de asfalto, siempre asfalto o grava. Eran las doce y me quedaban veinticinco kilómetros por recorrer. Ya me estaba doliendo el tendón de Aquiles y no me sentía cómodo en mis zapatillas.

Iba entre acequias, naranjos y huertos al principio y luego aparecieron los caquis, los de la variedad Persimón, que no había visto nunca. Los árboles frutales están ahora sin fruta y sin flor (queda algo de azahar en los naranjos), pero las cunetas están magníficas de flores y mil tonos de verde. Y los dolores van apareciendo; al del talón, se suma el de la cadera, la planta del pie, el omnipresente dolor en las cervicales. No había llegado a la mitad y ya quería contar hacia atrás lo que faltaba para llegar. Frente al Ayuntamiento de Almussafes descanso un rato largo que me viene muy bien. Tengo que aprender a descansar.

Estoy comiéndome una manzana cuando recibo la llamada de Enric que me dice que está en bici por la zona y quiere saludarme. Es un colega de profesión y un amigo sin duda. Coincidimos en Benifaió, una conversación corta y nos conjuramos para encontrarnos en Canals, junto a Pere. Su presencia y su aliento son combustibles para seguir.

Camino un tramo de carretera muy transitada y confirmo la existencia de dos mundos diferentes, el que se recorre en coche y el que se recorre andando. Al paso por una pequeña casa de campo sale un hombre que, de lado a lado del camino, me pregunta si estoy haciendo el Camino. Se refiere al de Santiago. No es el primero que me pregunta; a otros les he contestado que sólo voy hasta Toledo, pero a este le digo que sí y me dice que él ha hecho seis. Los nombra y me da datos precisos de todos y otros no tan conocidos que parten de Palencia y van a Santo Toribio de Liébana, subiendo por el Canal de Castilla. Después de esa conversación decido que es útil estar en el Camino de Santiago y a todos digo que soy peregrino. Aunque me sienta viajero a pie.

A las cinco de la tarde entro en Algemesí. Hacía casi diez horas que salí de Benimaclet. En tren habría tardado quince minutos, pero esa es una medida que hay que ir olvidando. A las seis estoy solo en el albergue municipal, yo solo, dueño de la llave. Me admiro de la gratuidad de este escueto espacio que el municipio cede a los peregrinos. Hay un libro de firmas. Todo son alabanzas y agradecimientos al lugar y a la Policía Local. Yo sumo las mías. Miro las nacionalidades de los que firman: franceses, noruegos alemanes, estadounidenses, italianos. Muchas hojas atrás me encuentro una firma de David, del Puerto de Sagunto. Y me acuerdo de David que vive en el Puerto de Sagunto, aunque sé que no es quien firma.


Llega una mujer joven al albergue. Es austriaca y se llama María. Ahora compartimos la llave y nos tenemos que poner de acuerdo para entrar. Callada y austera se organiza en una cama junto a la ventana y yo la observo porque me parece que es experta y tengo que aprender. Luego comprendo que si la dejo sola le haré un favor. Le dejo la llave y quedamos a las ocho y media en la puerta para volver  a entrar al albergue. No hay muchos sitios donde cenar y acabamos en el mismo, entendiéndonos lo suficiente para acordar caminar juntos al día siguiente.

Si es que puedo caminar, porque como me siento ahora, tengo muchas dudas. Mi tendón de Aquiles está inflamado y tiene un derrame de un color realmente agresivo. Me duelen más cosas, pero me preocupa el tendón. A las ocho y media ya estoy tumbado, y no recuerdo que tardara en dormirme.

2. Algemesí-Xativa

Algemesí-Xativa. Martes 25 de abril de 2017

La basura en los caminos. Un hippy en góndola. I, com us enteneu? 



 Sabía que encontraría con quien hacer alguna etapa. Pues ya ha sucedido, y me parece bien.

No he dormido bien pero he estado nueve horas tumbado y me siento bastante recuperado. Me levanto, voy al aseo y, cuando vuelvo, María ya está lista. Nada más calzarme el talón me recuerda el dolor. Vamos a desayunar al Casino y un grupo de paisanos muestran su curiosidad por nuestras mochilas y preguntan. Uno de ellos sabe algunas frases en alemán y ayuda a María con algún problema del desayuno: tostada con aceite o con mantequilla. Luego se pone dicharachero y me pregunta a mí cuando llega el momento del “ataque”. Yo le hago un gesto sobre mi evidente edad y mi cansancio y los demás le afean amistosamente la insinuación. Por supuesto María entiende el diálogo.
A las siete y media, la hora prevista por María, estamos andando. Nos ponemos de acuerdo fácilmente en el paso y en la colaboración para encontrar las señales del camino. Sólo llevo un día y las flechas amarillas, que ayer eran un regalo, ya son un derecho, el soporte de la tranquilidad y, en su ausencia, del enojo.
No recuerdo como nos entendíamos pero nada quedaba sin explicar e incluso nos permitíamos alguna incursión en las opiniones sobre lo que veíamos. Ella llevaba bastones y pronto se quedó en manga corta. Yo llevaba dos mangas largas sobre la corta y me quité una, pero no me atreví a quitarme la otra por temor al sol. El día caluroso, más brumoso que claro.

De Algemesí a Xativa el camino para los caminantes es un laberinto de rotondas, carreteras secundarias, algunas con mucho tráfico, pasos elevados y túneles bajo autopistas o trenes. Los caminos están repletos de basuras y ruinas de todo tipo, industrias grandes y pequeñas, casas de labor, casetas de todo tipo, corralones. Un vertedero continuo salpicado de huertos o casas que sobreviven con la dignidad de sus flores que apabullan con su olor y que María disfruta extasiándose con su perfume. Los olores y el sucio abandono no son sensaciones de su país, pero no se queja, camina como si no viera lo malo, pero yo voy maldiciendo y, si no fuera porque la vergüenza es propia sería ajena. Las cunetas, aun en los lugares más degradados, están repletas de color y olores. Reconozco muchas plantas: la achicoria, la malva, el hinojo e imagino pequeños poemas, por qué no haikus, que las definan en mi memoria.

Vuelvo sobre los pensamientos del día anterior, sobre el abandono de los caminos que no sean para los coches, la incultura, la corrupción, la mansedumbre, la pérdida de la identidad enterrada en montañas de basura inconcebible, un país de cobardes… Como va en aumento la indignación busco momentos estéticos en las montañas y en las cunetas. Próximos a Xativa un huerto nos ofrece unas naranjas en muy buen estado. Cojo una perfumada de azahar y la mondo para regalársela a María pero no la quiere.

Al fondo los hippys
A la mitad del camino, en La Pobla Llarga, nos detuvimos para almorzar en un bar popular, bajo un porche plastificado, en el que un grupo discute sobre si cuando, en los años setenta, fueron a Formentera y a Mallorca, eran hippys o no lo eran.
—¿Pues no voy a serlo? Pues ¿no me ponía en pelota allí en Formentera? Y me inflaba de cerveza, todo el día tirado sin hacer nada.
—Porque estabas de vacaciones, pero lo que tú eras, como yo, era un currante.
No sé cómo se enredan pero suben el tono de voz y llegan a cuestiones personales.
—Y el día que fuimos a las cuevas esas. Iba en góndola y un tío cantando
—¿Un hippy en góndola? Vamos, no me jodas.
Los amigos les separan porque se les oye en toda la plaza. Al irse, ya un poco apaciguados uno nos pide perdón por los gritos. Yo se lo digo a María y le explico que aunque no lo pareciera, son muy amigos.

Al pasar por Carcaixent, por la puerta de una iglesia, María entró en ella, tomó un poco de agua bendita y se la puso en la frente. Luego en un descanso, me aproximo a una encina y la abrazo. A abrazar árboles me enseñó mi amigo Clemente que se lo enseñó su abuelo Pablo que lo aprendió de los peregrinos que iban a Santiago y se abrazaban a los robles para tomar algo de su fuerza. Yo lo hago también con las encinas y funciona. Cuando me vuelvo, María está con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba, que se las frota en la cara al rato. Yo le explico por qué abrazo los árboles y ella por qué se detiene en equilibrio sobre las plantas de los pies: para sentir la tierra. Y como se calienta la cara con el calor del sol que ha recibido en las manos.

Ya está próxima Xativa. Al atravesar Manuel mantengo una divertida conversación con dos mujeres que se maravillan de que siendo de Toledo hable catalán. Lo celebran y se regocijan con risas y Mares de Déu. Se dirigen a María:

—I tu xicona, també parles català?
—No, es de Austría, les digo.
—Parles Castellá.
—No, alemány, aclaro
Y otra vez las risas y Mare de Déu.
—I, com us enteneu?
La otra tiene un hijo en Alemania y tenemos que despedirnos porque están encantadas con los peregrinos.

La llegada a Xativa es caótica. Cuando parece que está cerca se cruzan en el camino autopistas y vías de tren que nos obligan a agotadores rodeos. La entrada se hace por una carretera con muchísimo tráfico, sucia y peligrosa. Vuelvo al pensamiento enojado sobre la indiferencia ignorante de quienes mantienen un camino, que es referente del peregrinaje, en condiciones tan deplorables.
A la entrada de Xativa, por un paso subterráneo sucio y oscuro, María desfallece un instante, el agotamiento encuentra un hueco en sus defensas. Lo soluciona sujetándose en los bastones y sonriendo afronta la llegada a su albergue dónde nos despedimos. Mañana ya no caminaremos juntos. Ella solo tiene quince días y quiere llegar a Toledo. Yo me doy tres semanas y mañana haré media jornada, solo caminaré diez kilómetros.

Esta noche duermo en el hostal El Cigroner en el que gracias a mis amigos me hacen un buen precio. Es un buen sitio para descansar. En la ciudad repongo las gafas, que he perdido en el camino y compro protecciones para el tendón de Aquiles y la planta de los pies. No me han salido ampollas. Me voy pronto a la cama; ayer aprendí que el descanso es vital. Estiramientos, masajes y la duda de si mis dolores y moraduras irán a más o menos en los próximos días. Si aumentan tendría que dejarlo. Y entonces mi orgullo se rebela: No voy a dejar que otros piensen que no he podido.

3. Xativa Canals

Xativa Canals 10 km. Miércoles 26 de abril de 2017


Con los pies de Pere. Haikus de las cunetas. 



Como ayer me quejé de mis zapatillas, Pere me deja unas más blandas y camino con ellas.

Salí de Xativa viendo como se transforma la ciudad desde el casco histórico a los barrios, luego las aldeas y las casitas rurales. Al paso de Novetlé, por la Vía Augusta hay unas villas con pinares que me traen recuerdos, cogidos con pinzas, de la Vía Apia en Roma. Hay que cruzar un barranco del río Canyoles que si lleva agua tendré que atravesar a pie enjuto. En la aldea de Aiacor me siento en un banco por el placer de dejar pasar el tiempo, mirar y tomar notas. Junto a la iglesia, bajo una concha del Camino de Santiago, se detiene un camión de Coca Cola y se me ocurre pensar que el también va a Santiago.

Decido recurrir al haiku como poemas de urgencia para expresar las cunetas, que me tienen hipnotizado. Apunto las primeras ideas: El olor, el color, caminar, vivir en las cunetas. Y si pienso en el hinojo: sin hinojo no voy andando. Estrujarlo, expresarlo. Recuerdos de Grecia y de Tarragona.
Llegando a Canals paso por un tramo del camino de tierra rodeado de praderas llenas de flores. Esto ya se parece más a la idea que tengo de un camino.

Vienen a verme Pere y Enric y comemos juntos. Volvemos a cambiar las zapatillas. Caminaré con las mías. Pero no olvidaré que una jornada caminé con los pies de Pere. En la comida hablamos de todo un poco, sobre todo de mujeres, de convivencia complicada, de proyectos, de buscar un camino que se pueda compartir. Cada uno somos un mundo en esto. A partir de aquí pierdo el contacto físico con mis apoyos en Valencia. Hasta San Clemente (qué lejos me parece) no recuperaré la presencia física de quien me apoya.

Para no sentirme solo, en una crisis de temor, he creado un grupo para comunicarme con ellos con mensajes simultáneos. Para que la gente que me buscaría, en el caso de que me tragara la tierra, sepa dónde estoy. A ratos me arrepiento porque creo que parece un poco exhibicionista, pero mis amigos hacen virtud de lo que pudo ser un error y me acompañan discretamente con palabras de ánimo y alguna broma.

A las cinco y veinte, todavía no había podido acceder al albergue municipal. Cada vez que quiero entrar tengo que llamar a la Policía Local para que vengan a abrirme. He paseado por Canals y he hecho compras y ahora estoy sentado en las escaleras del mercado.
Un niño que espera a su madre para que le lleve a karate, quiere saber todo sobre mí: Qué llevo en la mochila, de donde soy, donde viven mis papas, donde voy, por qué voy andando, donde voy a dormir ¿y mañana? ¿y pasado mañana? —y si no eres de aquí ¿por qué hablas catalán?— Le digo que lo he aprendido pero le parece muy raro y le pido que si digo alguna palabra mal me diga como se dice bien. Entonces interviene un hombre que está siguiendo la conversación desde una mesa: ¡Fotre! Si el parla millor que jo.
Viene su madre, se lo lleva y sigo escribiendo. Canals es grande, tiene parques bonitos que acompañan los canales que cruzan la ciudad, tiene un casco antiguo, avenidas grandes con bulevar. Pero algún detalle, en los bares, al hablar con la gente, la soledad en el casco antiguo, me deja una impresión de tristeza, de gente atrapada. No estoy muy seguro de lo que quiero decir.

Muchas personas son conscientes de que eres peregrino y de que en la ciudad hay un albergue. La farmacéutica me ha dicho que una peregrina, con dos bastones —María, pienso— ha cruzado la ciudad a mediodía. 

El albergue es un piso para mí solo. No tendré que usar el saco de dormir, en una habitación hay sábanas y mantas. Es un buen piso con decoración escueta y muebles de los años sesenta. Me siento en el salón-comedor y termino el haiku que imagine en el camino:

CUNETAS

Se oye el olor,
pisando las cunetas
huele el color.

Voy a hincar diente poético al del hinojo y llega al albergue un noruego. Constatamos que no tenemos ningún idioma en el que entendernos fácilmente. Cena un bocadillo de salchichón y una cerveza y sin darnos cuenta no paramos de hablar aunque no recuerdo en qué idioma. Está en Canals porque ha añadido los diez kilómetros que hay desde Xativa. Lo contrario que yo que se los he restado a la etapa de mañana. Va haciendo etapas por encima de los cuarenta kilómetros todos los días. Habla de sandalias para caminar, de bastones, de bosques en Noruega. Es educado, animoso y hábil con el gesto. Se llama Bo, o algo así.

Al acostarme veo que la agresiva moradura de mi tendón de Aquiles se ha difuminado y la hinchazón ha disminuido. Ha sido una buena idea esta media jornada. Me aplico vaselina en los pies, tal y como me han propuesto en la farmacia, y ya no dejaré de hacerlo en todo el viaje.
Adelanto el despertador veinte minutos para tomar distancia con Bo. No me apetece el esfuerzo de ponerme de acuerdo.

4. Canals Moixent

Canals Moixent 20 kilómetros. Jueves 27 de abril de 2017 

San Cristobal cruzando el barranco. Nadie dijo que el camino fuera fácil. La picaresca. Haikus del tomillo y del hinojo.
  
Me levanto sigiloso para no alertar a Bo y, al llegar a la calle, veo que está lloviendo a mares. Recuerdo lo que leí sobre el caminante que no se doblega ante las inclemencias atmosféricas. Debajo del porche del mercado cubro la mochila y me pongo el chubasquero. Antes de salir del pueblo tengo que volver a pararme y tapar la bolsa marsupial. Todo cambia, ya no tengo a mano la comida y el tubo de beber el agua que llevo en la mochila no sé dónde ha quedado. Se suda y no transpira el plástico, te mojas por dentro; el agua en la capucha dificulta la visión y hay que ir muy atento a las señales (luego descubro que hay que llevar una gorra para que mantenga levantada la capucha de plástico).

Los barrancos traen más agua y aparecen torrenteras que tienes que pasar con cuidado. Al cruzar un vado del rio Canyoles doy un resbalón y me llevo un buen susto. Todo el cauce está lleno de obas y resbala como el hielo. Prestando atención al equilibrio no me doy cuenta de que estoy caminando con el agua por encima de los tobillos. Cruzo, con algún sobresalto, pensando en el desastre que va a resultar haberme empapado, sin embargo, al salir veo que las zapatillas han aguantado estupendamente y no tengo ninguna sensación de incomodidad en los pies.

Con Bo en Vallada
Salgo del rio pensando en qué será de los peregrino si sigue lloviendo y el caudal aumenta. Pero el camino no puede ser como a cada uno le gustaría que fuera… Y continúo recordando retazos de lo  que he leído sobre caminos y caminantes: es necesario poner distancia con las dificultades; no puedes esperar nada de nadie porque nadie te debe nada. Y menos la naturaleza. Y cuando me detengo un momento para ver si encuentro el tubo del depósito del agua, aparece Bo, grande como San Cristobal, cruzando un barranco, chapoteando como si no fuera con él el agua que le llega hasta los tobillos. Los pies envueltos en las bolsas de plástico que ayer le dieron en el DIA para el salchichón y las sandalias por encima, con una sonrisa grande diciendo ¡Luis! Le digo que siga y él me dice que yo con él. Y yo le sigo. Su paso es más rápido que el mío, pero solo un poco. En cuanto acompaso la respiración, puedo seguirle. Pero quedan más de quince quilómetros hasta Moixent.
Como ve que en las cuestas arriba no puedo hablar me deja los bastones y me enseña a usarlos para no tener que hacer fuerza. Cree que me irá bien para aliviar mi Aquiles y además aumentan la frecuencia de paso un tanto por ciento. Pan, pan, pan… deprisa, deprisa y yo no aflojo a pesar de que voy empapado de sudor debajo de mis pantalones de plástico que no me puedo quitar porque sigue lloviendo.

Entonces las plantas olorosas vienen en mi auxilio. Bo roza una mata de tomillo y se vuelve hacia el olor.
—Tomillo, le digo.
—How?
Se para y me hace repetirlo. Lo huele con deleite y se lo guarda en el bolsillo. Ahora vamos parando cada vez que aparece una planta olorosa: Hierbaluisa, buena para la respiración, menta ¿mint?, salvia, camomila, hinojo, como wild anís. Y no sé cómo me explica que en su familia tienen una destilería de anís. De todo guarda un poco en un bolsillo. La lechetrezna le fascina, euphorbia ¡Sí! Debajo de un almendro se detiene y monta una videoconferencia con su mujer a la que cuenta todo lo que ha aprendido, sacando las hierbas del bolsillo, y haciéndome repetir los nombres que ha olvidado. Me presenta como su maestro y se ríe.

Corre mucho y voy al límite. Dejamos a un lado el castillo de Montesa y pienso que el agua y las prisas están haciéndonos perder un bonito día de camino. Una confusión que nos hace añadir dos kilómetros, uno muy cuesta arriba, me pone a prueba. Cerca de Vallada me explica que trabaja en una empresa de seguridad y al entrar en la población, en un bar en la primera rotonda nos detenemos. El dueño lleva un registro de nacionalidades y edades de los que pasamos por allí. Bo tiene cincuenta y uno y es el más joven de las tres últimas hojas de firmas. Cuando pongo mi edad me mira, señala el sesenta y seis y me señala: You? Parece compungido y desde ese momento, hasta Moixent me deja ir por delante. Aunque el paso ya está automatizado y seguimos a toda velocidad.

En Moixent nos despedimos. Yo voy a buscar alojamiento y él entra en un bar. Supongo que tiene la intención de seguir hasta La Font de la Figuera, veinte kilómetros más.
En las oficinas de la Policía Local me dicen que las cuatro camas del albergue ya están ocupadas. No es posible, nadie puede haber llegado desde Xativa antes que nosotros. Y además secos, bromea la funcionaria: El tren también cuenta. Hasta ese momento creí que todos íbamos andando y me indigno por dentro “No podéis dar alojamiento a alguien que llega a las once y el sello de su alojamiento anterior está a más de cuarenta quilómetros” pienso. Pero la policía está diciendo que nadie dijo que el camino fuera fácil y me doy por enterado que la picaresca también forma parte, como si del siglo XVII se tratara, y mucha gente usa la acreditación de peregrino para hacer viajes baratos por albergues. Todo el mundo señala a los franceses pero también conocí alemanes e italianos. A partir de hoy me encontraré muchos y poco a poco iré entendiendo sus razones, en muchos casos comprendiendo y, a veces, admirando.

A dos kilómetros (más otros dos por un despiste) cuesta arriba me alojo en la Casa corral de Pablanch. Abigarrada de objetos antiguos, rurales, viejos y folklóricos. Lo regenta una mujer sudamericana culta y trabajadora. Bien dispuesta hacia el caminante, pone una lavadora para mí, me da de comer, luego me dará la cena, me dice que va a llegar otro caminante y se va a llevar a su hija a las actividades extraescolares dejándome de responsable de la casa. Estoy tendiendo mi ropa cuando llega el otro caminante que por toda seña me dice que es el de Bilbao. Le doy habitación y explico el funcionamiento de la casa. Es un peregrino que llega agotado. Se cayó en el vado en el que yo resbalé, luego se perdió, la lluvia persistente y para remate la subida a esta casa. Este sí que viene andando y le cuento mi peripecia con el albergue. Me dice que por sistema busca pensiones u hostales y me deja pensativo.

Por cincuenta euros resuelvo todos los gastos de hoy. No estoy cerca del centro de Moixent y además lo conozco. Me quedo toda la tarde en la casa y me salen un par de haikus:

TOMILLO

Cuando lo rozas
con descuido al pasar
grita su nombre

HINOJO

En el camino
expreso su esencia,
voy avanzando.






5. Moixent La Font de la Figuera

Moixent La Font de la Figuera 18 kms. Viernes 28 de abril de 2017



 La cama del caminante. Pasa el Sr. de Bilbao. Cantan los Bocheros. Frente a la casa del Guerrer de Moixent. Fontanars del Alforins y el vino. Los pájaros se callan y comienza a llover. Haikus de la ginesta y las amapolas.


No me esperaba que el alojamiento fuera un problema. No dejo de darle vueltas: si llegas a un lugar y no puedes quedarte a dormir tienes que seguir caminando puede que veinte kilómetros más sin la certeza de que allí puedas quedarte, no son tiempos en los que un vecino te ofrece su casa o un pajar aunque sea por unos céntimos y es evidente que no estoy en edad de dormir en el suelo y por otra parte nadie me obliga a caminar, tal vez cuando seamos muchos, cuando sea negocio habrá más alojamientos, supongo que siempre ha sido así.
En la Font de la Figuera tengo alojamiento y para dormir en Almansa me aseguro con una llamada que en el convento Esclavas de María también encontraré cama.

Preocupado no he dormido bien. Tal vez ayer cené demasiado o estaba demasiado cansado por el esfuerzo. El caso es que salgo al camino con sensación de pesadez pero tranquilo porque la jornada es corta. Sin lluvia ni sol. Desde la cama escucho la algarabía de los pájaros que me anuncian que no está lloviendo.
Hostal L'Amable. Font de la Figuera
Me entretengo en los primeros vados por barrancos con agua y también haciendo fotos a unos cardos marianos que me recuerdan mi infancia, cuando nos comíamos el corazón como si fueran alcachofas. En las fotos estoy cuando aparece el Sr. De Bilbao. Nos saludamos y le cedo el paso porque estamos de acuerdo en que es mejor caminar solos. Tomé nota, en la jornada de ayer, de que hay que ir a tu paso y no dejarte llevar por el de los demás. Además él dijo que iba muy rápido y para mí hoy es un día de descanso. Nada más adelantarme el peregrino comienza una cuesta arriba por un camino boscoso y resulta que no iba tan rápido. Tengo que ir parándome para dejarle que se aleje.

Luego recorro un altiplano que tiene enfrente el cerro de Les Alcusses y el poblado ibero que habitó el Guerrero de Moixent. El suelo arcilloso se me pega a las zapatillas y añade un par de quilos en cada una. En ese recorrido paso bajo unos pinos de tamaño descomunal, se anuncian bodegas de la denominación de origen Fontanrs del Alforins y al bajar del altiplano hay unas encinas enormes que abrazo.

Ir solo me permite prestar atención a mi paso y a su ritmo fluyen las canciones. Ayer, hablando de Bilbao, recordé el amor de mi padre por esta ciudad y se me vinieron a la cabeza las canciones de los Bocheros que él canturreaba:

Vecinos de al lao
murmurando están
y Pedro en la cama
pimplao está.
Levántate Ramonachuuu…

Canto en voz alta y recuerdo el pick-up, la radio Phillips, los discos de 45 rpm. y a todos mis hermanos, que también se las sabían. Imagino haikus a la ginesta, o la genista, que nunca sé cómo es exactamente: amarillo, bocas, dragones a la altura de los ojos. Y a la lechetrezna: verde brillante, gotitas de sangre blanca que curan la piel. Las amapolas, las margaritas. Creo que las cunetas ya han dado de sí todo lo que puedo imaginar. Hoy son infinitas porque se extienden a los prados y a las ramblas y son inabarcables las propuestas de colores, formas y olores. Ya se acabaron los naranjos, se acabarán los almendros y vendrán otras bellezas. Voy en un permanente recreo, veré otras cosas pero quiero disfrutar esto y no quiero que se acabe.

Cuando estoy muy cerca de La Font de la Figuera los pájaros se callan y comienza a llover. En el pueblo me cruzo con el Sr. De Bilbao que va al albergue de L’Amable. Yo he reservado y voy al hostal, treinta euros con desayuno. El dueño disfruta recibiendo gente, es músico y cantante y me regala canciones, melodías como si fueran francesas, que el mismo ha compuesto y canta con buenísima voz.

En la habitación hago los estiramientos de rigor, lo que mejor me va es levantar las piernas pegadas a la pared y ajustar la espalda al suelo. Luego muy temprano a la cama porque mañana la jornada es más larga. Compongo dos haikus más:

GINESTA

No la ignoras,
sus bocas amarillas
se alzan ante ti.

AMAPOLAS

Rojo pálido,
la textura del rubor
grito callado.



6. La Font de la Figuera Almansa.

La Font de la Figuera Almansa 28 kms. 


 Que nunca se acabe el camino. Las monjas me amenazan con llamar a la policía. 

Salgo con el chubasquero puesto y la mochila cubierta. De ninguna manera el pantalón de agua porque te mojas por fuera y por dentro, ya lo dije.

En las afueras me despide un gallo con un kikiriki de los que ya no se oyen. Luego, en un soto, cantan los pájaros con fuerza; hasta las once por lo menos no lloverá. El camino es muy bueno, una alfombra, blando pero no pegajoso como ayer. Las margaritas y las amapolas dominan el color. Hay mucha lechetrezna y construyo al paso un poema que olvidaré y tendré que volver a imaginar cuando tenga un bolígrafo en la mano.

El paisaje alterna el bosque, los cultivos, las montañas y las praderas. Atravesando praderas infinitas, brillante el verde húmedo, me escoltan dos perros, uno delante y otro detrás hasta que rebaso el límite de una finca. Me acuerdo de la recomendación de Pere de llevar un bastón para apoyarme o por si los perros. Pero va muy sujeto a la mochila y me da pereza desengancharlo. 

Al fondo, de lado a lado de una pradera inmensa, cruza un tren de esos de trescientos por hora. Y no me parece que vaya tan deprisa. Aunque cuando yo cruce sus vías ya estará en Valencia.


Ayer tuve un destello en el pensamiento de no querer que nunca se acabara el camino y hoy regresa con fuerza, tanto que me obliga a recordar que el camino no es el hogar. Para el caminante tampoco lo es la ciudad.

Cuando termino el camino del Mojón Blanco comienzan los pasos sobre las vías y bajo las autopistas, o al revés, que exigen atención y tensan un poco la marcha. A la salida de un túnel y antes de llegar a otro aparecen casas de labor amuralladas, la torre pequeña y la grande, vestigios de las tensiones fronterizas entre los Austrias y los Borbones en los siglos XVII y XVIII. Me impresionan porque están al uso como casas de labor. Ya cerca de Almansa entro en un polígono industrial destartalado y en caminos sucios de escombreras y vertederos. A Almansa se entra por el arcén de una carretera que me recuerda la entrada a Xativa.

Voy saludando a quienes me encuentro deseando una respuesta de “buen camino” que reconozca mi condición, no tan frecuente, de andarín. Solo encuentro miradas huidizas, excepto la sonrisa de una prostituta que me dice adiós con la mano (supongo que decía adiós). Ya en las calles de la ciudad es diferente, una pareja se desvive por orientarme y una mujer que pasea con un hombre susurra el deseado “buen camino”.

Me dirijo al albergue que regentan las monjas que por teléfono me aseguraron alojamiento. Pero cuando llego dicen que llamar llama mucha gente, pero que no tienen sitio, que hay dos parejas de franceses que han llegado antes. Para solucionar mi desamparo me hace de cicerone por el centro de la ciudad un chico de las monjas, bueno para todo. Me lleva a albergues que, luego me entero, ya hace tiempo que están cerrados. Sin ir a ninguna parte me lleva de un lado a otro sin tener en cuenta mis treinta kilómetros caminando. Va dejando caer doctrina corrosiva sobre los peregrinos: No se portan bien, beben, fiestas, tenemos que llamar a la policía. Volvemos a pasar por el convento y los “peregrinos” que han llegado antes  están bajando maletas de un coche.
—¿Estos son los peregrinos a los que alojan? Digo a la monja.
—Han llegado antes, han llegado antes. Dice una monja pequeñita y soberbia.
—Pero los peregrinos caminan y estos van en coche.
—Han llegado antes, han llegado antes y no tenemos obligación de dar explicaciones. Llamaré a la policía si usted no se va. Parece que tienen muy claro lo de la policía.

Me voy y el chico quiere ir conmigo pero le digo que se quede, qué ya me arreglo. Me dirijo a la Policía Local. Está lejísimos y vuelven sobre la misma doctrina sobre los peregrinos.
—Antes tuvimos albergues pero daba mucha lata porque la gente no se portaba bien. Los peregrinos ya no son lo que eran, vienen muchos gamberros. Sobre todo los franceses (otra vez los franceses).
Y en vez de organizarlo bien lo quitaron, quisiera decirle, pero veo un deje de amenaza y creo que no van a entenderme. Me despachan con un mapa con la dirección de dos hostales que ya conocía. En los hostales no hay sitio, pero en uno me hacen una buena gestión y me mandan al hotel Los Rosales por un precio que el hostalero gestiona como si fuera para él mismo, veintinueve euros, y que yo acepto inmediatamente. Está lejísimos. Creo que habré caminado por Almansa más de cinco kilómetros y llego agotado. En Los Rosales me tratan bien, con el reconocimiento del derecho al descanso de quien viaja andando. En realidad solo necesito una palmadita en la espalda.

En la habitación anoto dos frases que me parecen contradictorias y no sé que quieren decir:

-          En el camino no se aprende nada que no se sepa. Se practica.
-          Caminar no es un deporte porque lo que se aprende es de la vida.

Me doy por enterado de que no quiero saber nada más de albergues.

Consigo dos haikus más:

LECHETREZNA

La sangre blanca
que das gota a gota
sana la piel.

MARGARITAS

Si cantarais con
voz trémula seríais
Nina Simone.

7. Almansa Alpera.

Almansa Alpera. 23 kms. Domingo 30 de abril de 2017

Una semana en el camino. Calambres. Alpera, un reducto de caminantes.


Hoy cumplo una semana en el camino.

Salgo del hotel Los Rosales y me encuentro con el Sr. De Bilbao, que se llama Manu, y sonriente le digo que he comprendido por qué no va a albergues y que seguiré su ejemplo. En ese momento me libero definitivamente de esa carga. Él ha perdido algún día y va a hacer esta etapa, hasta Higueruela, en autobús para poder cumplir su calendario. En estos momentos todo me parece legítimo, contento como estoy, y creo que cada cual debe hacer su viaje.

Hace frío, cinco o seis grados, pero apenas he recorrido quinientos metros y sale el sol a mi espalda. Por primera vez en algunos días veo mi sombra a la que saludo con alegría. Testigo de mi dirección, mi sombra camina por delante de mí. El camino, una veces más empinado y otras menos, siempre es cuesta arriba y casi nada más empezar tienes enfrente el Mugrón de Almansa, a primera hora rodeado de brumas. Es zona arqueológica con un poblado ibero y pinturas rupestres. Paso mucho tiempo caminando por vericuetos de montaña y cuando me vuelvo, en el centro del paisaje está el castillo de Almansa. Te alejas y te alejas, el Mugrón cada vez más cerca, y el castillo permanece en el centro de la llanura; la que fue campo de batalla en 1707 entre Felipe V y su primo Carlos. Cosas de reyes y repartos de poder con el pueblo de carne de cañón.
El Mugrón de Almansa

No sé si vino de golpe o estaba avisando poco a poco. Sé que me incliné para acariciar el romero cuando el dolor se me hizo insoportable. Recurro al bastón para intentar equilibrar el esfuerzo pero no cesa. Cada vez me obliga a pararme con más frecuencia. En algunos momentos, al quinto paso aúllo de dolor. Es como un pellizco brutal que me engarabita desde la cadera hasta los tendones del pie. Invento mil maneras de acallarlo, respirando, estirándome, dándome masajes, pellizcándome, pero con poco éxito. Cuando llega la cuesta abajo es igual de malo. Pienso que he comido mal o poco. Recurro a dos plátanos que llevo en la bolsa y el alivio momentáneo que procura la sugestión dura otros doscientos metros. Sentarme y descansar me relaja un rato y cuando vuelve el dolor intento no pensar en ello. Un tramo en el que un labrador ha arado el camino me resulta especialmente doloroso. Se me pasa por la cabeza recurrir al auxilio urgente del 112. Pero me avergüenzo de mi idea; tendría que arrastrarme o que se hiciera de noche antes de recurrir a la emergencia. Los últimos kilómetros son lentos y se apodera de mí la certeza de que otra jornada así me obligará a abandonar.

Me hospedo en el hostal El Cazador que es un reducto en el que todos hablan de caminos y de caminar. Del Camino de la Lana, que desconocía y me parece muy interesante, del Camino de Levante, del Sureste. Todos confluyen aquí. Me proponen que mañana vaya a Higueruela por un recorrido compartido por los dos caminos y me convencen. Hablan con entusiasmo y casi se me olvida el dolor. 

Después de ducharme, doy un paseo por Alpera que es modesto y aseado. Si este dolor va a acabar conmigo, lo sabré mañana. Quedan nueve horas de descanso.