Valencia Algemesí 24 de abril de 2017 40 kms.
Cerrar la puerta. Por polígonos industriales. Una austriaca en el albergue. Mi tendón de Aquiles.
Cerrar la puerta. Por polígonos industriales. Una austriaca en el albergue. Mi tendón de Aquiles.
Estaría bueno tener que abandonar el primer día. Mi tendón
de Aquiles tiene un color morado casi negro feísimo y me duele muchísimo. No me
lo esperaba.
Esta mañana estaba despierto antes de que sonara el
despertador; ni despierto ni dormido, pensando una y otra vez en el equipaje,
en los horarios, los albergues. Había leído que los caminantes deben estar
caminando, como mucho, a las siete y media y, en las jornadas largas, antes. Me
había propuesto salir a las ocho. Retuve durante un rato mi deseo de levantarme
y acabar con esa deriva agotadora de mis pensamientos pero acabe levantándome
antes de que sonara el despertador y antes de las siete y media ya estaba
listo.
Cuando fui a cargar la mochila me pareció muy pesada, a
pesar de que ayer me parecía razonable su peso, y me resultó complicado ordenar
los complementos: la mochila de delante con la comida, la cintura con
documentación y dinero, el agua, la gorra por si…, los guantes por si…, las
gafas por si… Al final me la puse en la espalda pensando que durante el viaje
se iría acoplando todo.
Al otro lado del umbral de la puerta me quede mirando al
interior de la casa. Sabía que todo estaba en orden, las luces apagadas, lo grifos
cerrados, pero volví a entrar. Por fin salí y cerré suavemente. Miré las llaves
en mi mano ¿Y qué hago con esto ahora? Las colgué en la trabilla del pantalón,
como si fuera a volver, como cada día, después de desayunar.
Cuando había cruzado dos calles ya me sentía un desconocido,
uno que va por la ciudad con una mochila y que puede ser un viajero que llega o
un excursionista que va a tomar un tren para alejarse de la ciudad. Me parecía
injusto que nadie supiera que iba a caminar quinientos kilómetros, ni siquiera
que, ese día, iba a caminar cuarenta.
Por la calle de San Vicente, en el tramo más céntrico, vi pintadas en el suelo las flechas que ya no me iban a
abandonar en todo el camino. Creí que las flechas amarillas que había visto en
las guías, serían señales para los cruces de caminos en el campo. Siguiéndolas
llegué a barrios por los que nunca había pasado, salí del término de Valencia
y, cuando llegue a Alfafar, había conseguido algo que debía estar instalado en
mi cabeza, esperando a que se cumpliera: Sentir que al caminar estaba viajando,
que no tenía que volver al origen, solo seguir y seguir. Me recreé en mis
pensamientos, sentado en la plaza, comiendo una manzana que saqué de mi bolsa
marsupial y dejándome ver como si fuera alguien especial, un ser
extraordinario.
Luego crucé otros pueblos y atravesé polígonos industriales, ruinas y vertederos. Formalmente feos, pero que mi curiosidad y mi excitación consideraban necesarios para comprender que estaba recorriendo un territorio y que al hacerlo andando me desprendía de la visión fantasmal que es
recorrerlo
por las autopistas impolutas o los trenes que te ofrecen visiones fugaces. En
mi cabeza se amontonaban razones sociales y políticas para la fealdad, la
suciedad y el desorden; aunque pronto me agoté sin conseguir nada más que
asquearme de la ignorancia y la indiferencia. Ya
me apetecía algo bello y horizontes amplios.
En un blog que hablaba de este camino había leído que
algunos caminantes se saltan este tramo y comienzan el recorrido en Silla pero
yo estaba contento de estarlo haciendo. Tal vez si repito me lo salte pero se
me hace impensable el camino sin este tramo.
En Silla comí, cuando ya tenía a la vista los caminos
rurales que te acercan a la Albufera; de asfalto, siempre asfalto o grava. Eran
las doce y me quedaban veinticinco kilómetros por recorrer. Ya me estaba
doliendo el tendón de Aquiles y no me sentía cómodo en mis zapatillas.
Iba entre acequias, naranjos y huertos al principio y luego
aparecieron los caquis, los de la variedad Persimón, que no había visto nunca. Los
árboles frutales están ahora sin fruta y sin flor (queda algo de azahar en los
naranjos), pero las cunetas están magníficas de flores y mil tonos de verde. Y
los dolores van apareciendo; al del talón, se suma el de la cadera, la planta
del pie, el omnipresente dolor en las cervicales. No había llegado a la mitad y
ya quería contar hacia atrás lo que faltaba para llegar. Frente al
Ayuntamiento de Almussafes descanso un rato largo que me viene muy bien. Tengo que aprender a
descansar.
Estoy comiéndome una manzana cuando recibo la llamada de Enric que me dice que está en bici
por la zona y quiere saludarme. Es un colega de profesión y un amigo sin duda. Coincidimos
en Benifaió, una conversación corta y nos conjuramos para encontrarnos en Canals,
junto a Pere. Su presencia y su aliento son combustibles para seguir.
Camino un tramo de carretera muy transitada y confirmo la existencia
de dos mundos diferentes, el que se recorre en coche y el que se recorre andando.
Al paso por una pequeña casa de campo sale un hombre que, de lado a lado del
camino, me pregunta si estoy haciendo el Camino. Se refiere al de Santiago. No es el primero que me pregunta; a otros les he contestado que
sólo voy hasta Toledo, pero a este le digo que sí y me dice que él ha hecho
seis. Los nombra y me da datos precisos de todos y otros no tan conocidos que
parten de Palencia y van a Santo Toribio de Liébana, subiendo por el Canal de Castilla.
Después de esa conversación decido que es útil estar en el Camino de Santiago y
a todos digo que soy peregrino. Aunque me sienta viajero a pie.
A las cinco de la tarde entro en Algemesí. Hacía casi diez
horas que salí de Benimaclet. En tren habría tardado quince minutos, pero
esa es una medida que hay que ir olvidando. A las seis estoy solo en el
albergue municipal, yo solo, dueño de la llave. Me admiro de la gratuidad de
este escueto espacio que el municipio cede a los peregrinos. Hay un libro de
firmas. Todo son alabanzas y agradecimientos al lugar y a la Policía Local. Yo
sumo las mías. Miro las nacionalidades de los que firman: franceses, noruegos
alemanes, estadounidenses, italianos. Muchas hojas atrás me encuentro una firma
de David, del Puerto de Sagunto. Y me acuerdo de David que vive en el Puerto de
Sagunto, aunque sé que no es quien firma.
Llega una mujer joven al albergue. Es austriaca y se
llama María. Ahora compartimos la llave y nos tenemos que poner de acuerdo para
entrar. Callada y austera se organiza en una cama junto a la ventana y yo la
observo porque me parece que es experta y tengo que aprender. Luego comprendo
que si la dejo sola le haré un favor. Le dejo la llave y quedamos a las ocho y
media en la puerta para volver a entrar al albergue. No hay muchos sitios donde cenar y
acabamos en el mismo, entendiéndonos lo suficiente para acordar caminar
juntos al día siguiente.
Si es que puedo caminar, porque como me siento ahora, tengo
muchas dudas. Mi tendón de Aquiles está inflamado y tiene un derrame de un
color realmente agresivo. Me duelen más cosas, pero me preocupa el tendón. A las
ocho y media ya estoy tumbado, y no recuerdo que tardara en dormirme.